Griselda. La vecina más cheta del edificio. Rara vez habla con alguien. La miro y me observa. Se hace la boluda, pero sé que no me está sacando los ojos de la pilcha. Segundos después, emprende el diálogo.
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Toma confianza y me charla. Se toca el cuello de la camisa. Una mañana, salió apurada al centro, y ante la mirada atenta de los hombres al verla de frente, creyó que realmente su energía era arrolladora. Hasta que una señora le avisó que tenía el corpiño al viento.
A partir de ese momento, cosió todas las camisas. Le daba miedo la palabra que pudiera decirle, pero creo que, en el fondo, yo le transmitía confianza; entre mi vestido bobo floreado (pero con encaje) y las ojotas chocolate, no había mucha chance de que me imaginara decir: “pero claro, mujer, con esas ubres, ¡cómo no te iban a mirar!” Entonces me animé a decir, tímidamente: “¡te sentiste una bomba!” Y sonrió extasiada, mientras cerraba la puerta del ascensor. Le di el gusto. A veces, caigo en la cuenta de que me satisface complacer a desconocidos; hay algo en la magia de la ciudad, que me inclina a profesar que el hechizo volverá a la vuelta de la esquina.
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